Viendo el aspecto que presenta la ciudad estona de
Narva uno se da cuenta enseguida de su papel fronterizo. Durante ochocientos años el río
Narva ha sido la línea divisoria entre dos civilizaciones cristianas, la occidental y la oriental. También ha sido, inexorablemente, punto de contacto, en cuyas márgenes se pueden apreciar sendas construcciones militares: del lado de Estonia el castillo de Hermann, edificado por los daneses en el siglo XIII y en la ribera rusa la fortaleza de
Ivangorod construida en el siglo XV.
Del peligro de la proximidad con la frontera rusa dan fe las fortificaciones que se encuentran en el camino que va de
Narva a
Tallin.
A pesar de que, para potenciar el turismo, las autoridades de Narva (de ascendencia rusa) han solicitado al gobierno ruso la obtención de un pase gratuito para visitas de un día a la ciudad vecina, las conversaciones no han logrado su objetivo y solicitar un visado para pasar al otro lado sigue siendo tan caro como en el resto de consulados rusos.
El billete de 5 EEK (coronas estonas) representa esta frontera en su anverso.
El castillo está rodeado de un cuidado parque que se utiliza en festejos y exposiciones, el subsuelo está recorrido por una amplia red de antiguas galerías subterráneas de las que buena parte no se han excavado aún.
La ciudad resultó considerablemente dañada durante la Segunda Guerra Mundial, uno de los pocos edificios que no sufrió daños serios fue la
Catedral Ortodoxa, erigida por el zar Alejandro III en 1890.
A principios de los 90, en la época de la independencia de Estonia, la ciudad sufrió una profunda falta de integración, de hecho el 95% de los habitantes son de origen ruso y no hablan estonio. Sólo una de las 14 escuelas de la ciudad enseña en estonio. Esta ambivalencia se muestra en otros símbolos, como la estatua de
Lenin, que aún se puede ver junto al castillo.